domingo, 7 de diciembre de 2014

Atención domiciliaria

Christopher abre la puerta de la casa y me empuja al interior con un gesto un tanto brusco. La pequeña multitud que se ha congregado no deja de hacer preguntas, pero él no responde a ninguna.
- Hablaremos luego -dice en tono autoritario-. Ahora la prioridad es que la doctora vea a Ronald cuanto antes.
Un chico joven, casi adolescente, se adelanta un poco con el rostro congestionado.
- Por favor, dinos qué ha pasado con Damon.
- Vuelve al trabajo, Red.
Christopher se da la vuelta, entra y cierra la puerta tras de sí. Un improperio llega desde fuera, pero la puerta no vuelve a abrirse. Supongo que eso disipa cualquier duda que pudiera tener sobre quién está al mando aquí. Christopher se adelanta.
- Sígame -dice sin siquiera mirarme.

En cuanto atravesamos el vestíbulo las voces de la entrada se acallan y la casa queda sorprendentemente silenciosa. La madera del suelo cruje suavemente a nuestro paso y la luz de la mañana ilumina un salón con varios sillones de piel y una chimenea antigua. A diferencia del instituto, donde todas las ventanas de las plantas inferiores están tapiadas, aquí simplemente tienen barrotes de hierro labrado, por lo que la luz entra hasta el interior y provoca una sensación de normalidad que se me hace terriblemente extraña. La calma del salón me permite escuchar incluso mi corazón todavía acelerado.
- ¿De verdad piensas dejarlo allí? -estoy temblando de rabia y de miedo, pero me obligo a hablar.
Christopher, unos metros más adelante, se vuelve con expresión cansada.
- No hay nada que hacer -responde secamente.
- ¡Va a morir! ¡Tenemos que hacer algo!
- ¿Y qué propones? ¿Arriesgar las vidas de una docena de hombres por ese crío?
- Le prometiste que volverías a por él.
- No tenía alternativa.
- Nunca tuviste ninguna intención de volver, ¿verdad?
- Tenemos que subir a ver a Ronald.
- ¿Cómo puedes tener la sangre tan fría?
Christopher sacude la cabeza, tiene mala cara y parece a punto de perder los nervios.
- Doctora, hay un hombre en el piso de arriba con una herida muy grave. Un hombre al que no podemos permitirnos perder. Mi prioridad desde el primer momento ha sido traerla a usted aquí para que haga todo lo posible por salvarle la vida.
- ¿Entonces Damon es prescindible? Como no es importante, ¿lo dejamos morir?
- ¡No voy a arriesgar más vidas, doctora! ¿Cree que tomo decisiones como esta a la ligera? ¿Cree que no salvaría a Damon, si pudiera?
- ¡Ni siquiera vas a intentarlo!
- ¡No puedo dejar que muera nadie más! Usted misma vio cómo estaba la autopista, acercarse allí es un suicidio.
- Podríamos pensar en un plan.
- ¿Y luego qué? ¿Arriesgar las vidas de otros para rescatar a un lisiado? ¿No ve que es una locura?
- Dejarlo morir allí es inhumano y cruel.
- El mundo es ahora inhumano y cruel. Así que si no quiere que la muerte de un hombre pese sobre sus hombros suba ahora mismo al piso de arriba conmigo a ver a Ronald.

Lo dice como si tuviera alguna alternativa, pero está bastante claro que se trata de una orden. Se da la vuelta sin esperar mi respuesta y se dirige al pasillo, donde una escalera de madera conduce al primer piso. Me resisto a seguirlo durante unos segundos, y mientras estoy parada en mitad de la sala oigo abrirse la puerta de entrada. El muchacho que hace un momento preguntaba por Damon se precipita al interior a trompicones, seguido por un hombre y una mujer que tratan de detenerlo.
- ¡Christopher! -grita, los otros dos lo agarran de los brazos y le ladran que se esté quieto, pero se zafa y pasa a toda prisa frente a mí-. ¡Christopher!
En el pasillo, fuera de mi vista, Christopher le responde.
- Vuelve al trabajo, muchacho. No te lo quiero repetir.
- ¿Dónde está Damon? ¡Dímelo!
El hombre y la mujer que van tras el joven se apresuran al pasillo también, así que decido seguirlos.
- ¡Sal de aquí, Red! -grita la mujer, mientras el hombre balbucea una disculpa a Christopher.
- ¡No! ¡No me voy sin una respuesta!
El chico tiene los ojos enrojecidos y llenos de lágrimas. Mira a su alrededor desesperado, y se detiene en mí.
- ¡Doctora! Usted también estaba allí, ¿verdad? Usted sabe qué le ha pasado a Damon.
Se acerca y me coge de la chaqueta, zarandeándome como si esperase que así mi respuesta saliera disparada. Intento sujetarlo de las muñecas para que me suelte, pero las manos todavía me tiemblan y estoy tan nerviosa que apenas puedo articular una palabra.
- Yo... lo siento...
Entonces Christopher coge al muchacho del cuello y lo aparta de mí de un tirón que casi lo echa al suelo. Parece que esta vez ha llegado a su límite.
- ¡Doctora, suba al piso de arriba de una jodida vez!
Trago saliva y, a pesar de que no estoy del todo segura de que mis piernas vayan a sostenerme, doy unos cuantos pasos en dirección a la escalera. Me paro un momento para ver cómo Christopher arrastra al chico hacia la sala, ayudado por los otros dos.
- ¿A qué espera? -me ladra Christopher, haciéndose oír por encima de las protestas del joven. Finalmente, y sintiendo que no me queda alternativa, echo a correr escaleras arriba.

El pasillo al que llego tiene el suelo cubierto por una alfombra raída de color verde oscuro, dos puertas a la derecha, una a la izquierda y otra al fondo. Abajo continúan los gritos y el alboroto, así que tomo aire y empiezo a recorrer la distancia que me separa de la primera puerta. Levanto la mano para llamar, pero antes de hacerlo una voz suave llega desde la habitación del fondo.
- Hola -dice-. ¿Es usted la doctora?
Me vuelvo y me encuentro con un hombre alto y moreno, con una espesa barba y expresión interrogante. Se asoma por la puerta de la última habitación y espera mi respuesta.
- Sí, soy yo.
Cuando me acerco me doy cuenta de que en realidad es bastante más joven de lo que parece a simple vista.
- Me llamo Adrian. Soy el hijo de Ronald, Christopher me dijo que vendría hoy.
- Ya veo -respondo-. Me llamo Alex -le tiendo la mano, me la estrecha con energía-. Christopher está un poco ocupado, pero me ha dicho que hay que ver a tu padre urgentemente.
- Así es -dice con seriedad-. Venga conmigo, por favor.
Abre la puerta del todo para conducirme al interior de una habitación amplia presidida por una cama antigua, con cabecero y pies de madera trabajada, y rodeada por pocos muebles grandes y oscuros, de aspecto rústico. En el suelo, a un lado, veo un colchón con sábanas revueltas. El hombre que está en la cama rondará los sesenta años. El parecido con su hijo es obvio, aunque el cabello es prácticamente blanco y la barba mucho más recortada. La palidez de su piel y su expresión de agotamiento no son un buen presagio. Dejo mi mochila en el suelo con cuidado y me acerco para descubrir que está cubierto de sudor.
- ¿Ronald? -digo suavemente. El hombre se mueve ligeramente y abre los ojos, pero no dice nada.
- Papá, esta es la doctora que ha venido de Cornwell -interviene el hijo. Ronald asiente con un gesto apenas perceptible.
- Ronald, necesito ver su herida.
Vuelve a asentir, y aparto la sábana para dejar al descubierto sus piernas. Lo que veo hace que se me caiga el alma a los pies.

Adrian espera pacientemente detrás de mí. No dice nada, pero siento su mirada clavada en mi nuca y no me atrevo a decir en voz alta lo que pienso. El pie de Ronald es irreconocible, está completamente destrozado, hinchado y deforme con varias heridas abiertas alrededor de las cuales la piel está ennegrecida. Aún sin comprobarlo estoy segura de que hay huesos rotos. Probablemente se ha infectado. Esto es muy, muy serio.
- Adrian, ¿puedes conseguir agua y jabón? -pregunto-. Tengo que ver esto más de cerca.
- Creo que sí -responde Adrian, suena ansioso por hacer algo-. Iré a ver.
- Calienta el agua antes de traerla. Déjala hervir unos minutos, para que se esterilice. Asegúrate de que está bien limpia.
- ¡Sí!
La puerta se cierra y se me escapa un suspiro teñido de abatimiento. Ronald inclina la cabeza y hace un esfuerzo por hablar.
- Mala pinta, ¿eh? -consigue decir con gran esfuerzo.
- No puedo mentirle, señor. No tiene buen aspecto.
Me acerco al cabecero de la cama y acerco una mano a su frente para tomarle la temperatura.
- ¿Puedo?
- Adelante.
Tiene fiebre, aunque no excesivamente alta. Busco un termómetro en mi mochila, recuerdo haberlo guardado en uno de los bolsillos interiores... pero antes de que lo encuentre alguien entra en la habitación. Es Christopher. No me presta atención, sus ojos no se separan del hombre que está en la cama.
- Ronald, ¿cómo te encuentras?
- Jodido.
Por fin mi mano topa con el termómetro, lo saco de la mochila y le pido que se lo ponga bajo la lengua.
- Siento que haya tenido que ver la escena de abajo, doctora -dice Christopher.
- Creo que el chico está en su derecho de querer saber lo que ha pasado.
- Por favor, no empiece otra vez -la expresión le ha cambiado, y aunque conserva la firmeza, el cansancio está haciendo mella. Decido callarme por el momento, no tanto por Christopher como porque tengo delante a un hombre con una lesión muy grave, y no quiero tener una discusión delante de él. Le pido el termómetro de nuevo a Ronald, y el resultado solo confirma mis sospechas.
- Treinta y ocho con seis -murmuro por lo bajo.
- ¿Qué pasa doctora? -pregunta Ronald. Intercambio una mirada rápida con Christopher antes de responder, empiezo a entender cómo funcionan las cosas por aquí.
- Tiene fiebre, probablemente la herida esté infectada. Pensé que podía pasar, así que he traído antibióticos. ¿Tiene alguna alergia, señor?
- No... no que yo sepa -susurra él.
- Bien, entonces empecemos con la primera dosis.

Le acabo de dar la medicina cuando Adrian abre la puerta, va cargado con un cubo y una pastilla de jabón. Me lo muestra esperanzado, como si con un poco de limpieza la pierna de su padre fuese a sanar milagrosamente.
- Gracias -le digo-. ¿La has hervido?
- Sí, doctora. Durante cinco minutos.
- Bien. Déjalo en el suelo, junto a la cama.
No pierdo el tiempo. Me lavo las manos y empiezo a limpiar bien la herida y a examinarla con tanta precisión como puedo. Hay varias heridas, en realidad, una de ellas muy profunda, y por la forma en la que el pie está inflamado y deformado, hay algún hueso roto, probablemente varios. Presiono en algunos puntos, a lo que Ronald responde con un gemido de dolor.
- Lo siento -le digo, él se limita a asentir levemente con la cabeza y apretar los dientes.
Sin duda hay múltiples fracturas. La herida está infectada y empiezan a verse signos de necrosis. ¿Qué voy a hacer? Si ahora estuviera en el hospital, iría a buscar a algún médico más experimentado para lidiar con esto. Le pediría opinión a Emma, mi amiga y compañera de piso desde la facultad, una gran cirujana. Pero ahora ni siquiera sé qué fue de ella. Estaba conmigo en el hospital aquella noche terrible, pero nunca supe si logró escapar. Quizá si ella hubiera ocupado mi lugar, ahora podría hacer algo por Ronald, porque dudo que yo pueda. Sin ayuda, sin medios, no sé cómo me las voy a arreglar.

Paso un largo rato observando, pensando, buscando alternativas. Trato de recordar todo lo que aprendí en la facultad y en el hospital, los casos similares que he visto, cualquier cosa. Al final me aparto, me lavo las manos de nuevo y me pongo de pie. Christopher y Adrian me miran con expectación, pero no es a ellos a quienes me dirijo.
- Ronald, su situación es muy grave -empiezo.
- Lo suponía -responde él-. Doctora, vaya al grano.
- En condiciones normales requeriría una cirugía bastante complicada, pero no tengo ni los conocimientos ni los medios para practicarla -hago una pausa, ninguno de los presentes dice nada-. La herida está infectada. Mucho me temo que va a gangrenarse en poco tiempo. Lo siento.
Adrian se lleva las manos a la cara y la expresión de Christopher se vuelve más sombría si cabe.
- Tiene que haber algo que pueda hacer -dice Adrian, casi a modo de súplica.
- Lo siento, no puedo...
- Tiene que hacerlo, doctora -dice Christopher-. Tiene que haber una solución.
- La única alternativa para salvarle la vida sería la amputación, y aun así no podría garantizarles nada. Pero no sé si sería capaz de llevar a cabo una operación así.

Los dos me miran con expresión grave, y me piden que lo haga. Sin embargo, la decisión final no es de ninguno de ellos. Ronald tiene los ojos cerrados, su boca es una línea fina y recta.
- Puedo darle un rato para que lo piense, Ronald.
Asiente con la cabeza repetidamente.
- ¿Podéis dejarme unos minutos a solas?
- Por supuesto.
Paso por delante de Adrian y de Christopher sin apenas mirarlos y salgo de la habitación. El segundo me sigue casi de inmediato, Adrian se toma unos segundos con su padre antes de unirse a nosotros en el pasillo. No se escucha nada en el piso de abajo, el chico de antes y los otros dos deben de haber salido. Apoyo la espalda en la pared y levanto la vista hacia mis dos acompañantes.
- ¿Cuándo puede hacer la amputación, doctora? -pregunta Christopher. Me sorprende la decisión con la que habla, como si me preguntara por un mero trámite. Adrian no dice nada, nos mira alternativamente a Christopher y a mí con la expresión deformada por la ansiedad.
- En cuanto Ronald decida si quiere que la haga, supongo -respondo finalmente.
- ¿Puede hacerlo realmente? -interviene Adrian-. ¿Usted sola?
- No lo sé.
No parece del todo convencido.
- ¿De verdad es la única alternativa? ¿No hay nada que hacer para salvarle el pie?
- Se podría salvar en circunstancias normales, pero ahora mismo... seré sincera. No estoy segura de si aún amputando el pie va a sobrevivir.
- Oh, Dios...
- Doctora -dice Christopher, con voz firme-, tiene que salvarle la vida. Haga lo que tenga que hacer, pero Ronald no puede morir.
Tal vez debería morderme la lengua, pero no lo hago.
- Así que ahora está dispuesto a correr riesgos.
- Escuche bien, señorita -da un paso hacia mí, colocándose tan cerca que lo oigo respirar-. Usted ha sido traída aquí con el único propósito de salvar a ese hombre. Hemos corrido riesgos y hemos hecho sacrificios para que pueda hacerlo porque Ronald es un miembro vital para nuestra comunidad. Lo necesitamos para mantener en funcionamiento esta granja, incluso sin una pierna, sus conocimientos son imprescindibles para la supervivencia de todos.
- ¿Qué quiere decir?
- Esta granja es de mi padre -explica Adrian-. Lleva trabajando en ella toda la vida. Mi hermano y yo le ayudamos durante algunos años, pero incluso nosotros nos acabamos dedicando a otra cosa, ¿entiende? Todos los que estamos trabajando aquí estamos haciendo nuestro mejor esfuerzo por aprender lo que podamos, pero quien realmente sabe cómo dirigir la granja es él. Si muere, nos quedaremos sin guía.
- Hay provisiones en Cornwell, pero no sabemos cuánto van a durar -dice Christopher-, y para mantenernos con buena salud necesitamos alimentos frescos.
- Entiendo -digo yo, y asiento con la cabeza-. Haré todo lo que esté en mi mano, pero sólo si Ronald acepta.
- Gracias, doctora -dice Adrian, al tiempo que me pone una mano en el hombro. Siento que pesa una tonelada.
Christopher parece satisfecho con mi respuesta, y aunque apenas ha pasado un minuto, abre la puerta de la habitación y nos invita a pasar. Se acerca a Ronald para hablarle en tono tranquilo, amable.
- ¿Has tomado ya una decisión?
Ronald mira a su hijo y suspira.
- ¿Qué lección te estaría dando si no luchara hasta el final?
- En ese caso, no perdamos el tiempo -dice Christopher-. Doctora, haga una lista de todo lo que necesita.
Me tomo unos segundos en responder, mientras siento que el peso de la responsabilidad cae sobre mis hombros. Una llamarada de ansiedad me retuerce las entrañas. ¿Cómo he llegado hasta este punto? ¿Cómo le voy a amputar un pie a este hombre? Busco a tientas un lugar donde sentarme, porque mis piernas se han puesto a temblar de tal manera que temo que no van a poder sostenerme.
- ¿Está bien, doctora? -me pregunta Adrian cuando me dejo caer sobre una butaca-. Está pálida.
- Sí, sólo es el cansancio del viaje.
- Podrá hacer la cirugía igualmente, ¿verdad? -dice Christopher, aunque no parece tanto una pregunta como una orden. Me esfuerzo por serenarme y organizar mis pensamientos antes de hablar.
- Necesitaré agua limpia y jabón. Toallas limpias. Estaría bien un hornillo, o algo donde encender fuego. Hierve toda el agua antes de traerla. Creo que el resto de material lo llevo en la mochila...
- Adrian, ¿puedes hacerte cargo?
- Claro. Me llevaré esto para limpiarlo también -se acerca a la cama y recoge el cubo de agua que me ha traído hace unos minutos. Acaba de salir cuando recuerdo una cosa más.
- Christopher -le digo con un hilo de voz-, también voy a necesitar una sierra.
Él se queda en silencio un momento, pero no pierde la serenidad.
- Por supuesto. Encontraré una que pueda utilizar.

Cuando me quedo sola con Ronald, la ansiedad se incrementa.
- No tiene muy buena cara, doctora -tiene gracia que lo diga él.
- Estaré bien enseguida. 
- ¿Puedo hacerle una pregunta?
- Las que quiera.
- ¿Ha hecho esto antes? Esto de cortar una pierna a alguien.
- No, nunca.
Hace una pausa.
- Ya veo.
- Lo he visto hacer, si eso lo tranquiliza.
- No mucho.
- Ya, lo entiendo.
Nos quedamos callados unos segundos.
- Tenía asumido que iba a morir, aunque Christopher y mis hijos no perdieran la esperanza. Me consolaba pensar que me reuniría con mi esposa. Falleció hace doce años, ¿sabe? Un derrame cerebral. Todo fue muy rápido, los médicos dijeron que no sintió nada. Pero yo... yo no tendré tanta suerte, ¿verdad?
- Puedo reducir el dolor con algunos medicamentos, pero tal vez incluso así lo sienta.
Ronald respira profundamente y cierra los ojos. Permanece así, quieto y en silencio, de modo que yo reúno fuerzas para levantarme del sillón y empezar a sacar cosas de mi mochila. Dos bisturís y varias hojas de recambio, tijeras, gasas esterilizadas, alcohol, antiséptico, aguja e hilo de sutura, incluso una navaja. Lo voy dejando todo bien ordenado sobre una mesilla, todavía sin sacar del envoltorio. Me quedo un rato mirándolo todo, sin creerme aun lo que voy a hacer. 

Christopher y Adrian vuelven al cabo de un rato, cargados con las cosas que les he pedido. Los acompaña el que, por el gran parecido que mantiene con Adrian, debe de ser el otro hijo de Ronald. 
- Ah, Neil, has venido... -susurra Ronald. 
- Por supuesto -responde el recién llegado. No es tan alto como Adrian, aunque sí algo más ancho de hombros. La barba que le cubre la cara hace que ambos se parezcan tanto que Neil parece una versión más pequeña y compacta de su hermano. Los tres se acercan para dejar junto a la cama un par de cubos de agua y un hornillo de gas. Christopher me pone en las manos una sierra y cuando siento su peso en las manos se me hace un nudo en el estómago.
- Parece que lo habéis conseguido todo -digo sin apenas voz-. Gracias. Empezaré a prepararlo todo.

Me arrodillo en el suelo, junto al agua y el hornillo, con la sierra todavía en las manos. Está en bastante buen estado, así que lo principal ahora es limpiarla hasta que quede totalmente esterilizada. La limpio minuciosamente con agua y jabón, concentrada en que quede reluciente. Ronald habla con Christopher y sus hijos pero no presto atención a lo que dicen. Después del agua, repaso la sierra con alcohol y enciendo el hornillo para poner la hoja sobre la llama. Repito el proceso una vez más, para asegurarme de reducir al máximo el riesgo de infección. Hago lo mismo con las tijeras, la navaja, y cualquier cosa que no traiga dentro de un envoltorio cerrado, repitiendo los pasos una y otra vez hasta la saciedad. Ha pasado alrededor de media hora cuando termino con todos los preparativos. Me pongo de pie y me acerco a la cama, se hace el silencio en cuanto me ven llegar.
- Estoy preparada -digo, aunque sea mentira. Ronald es más sincero.
- Yo no -dice-, pero vamos allá.
- Te voy a dar algo para el dolor, pero no puedo anestesiarte del todo. Lo siento.
Ronald tuerce la expresión. Se le ve el miedo en los ojos, en el temblor de sus manos, en su respiración acelerada. Se toma las pastillas que le ofrezco y mira a sus hijos. Neil se adelante y le toma la mano.
- ¿Podemos ayudar en algo, doctora?
- Vais a tener que hacerlo. Habrá que sujetarlo bien. Aunque si no os sienta bien ver sangre, tal vez deberíamos buscar a alguien más.
- Haremos lo que haga falta, no se preocupe.
- Los tres ayudaremos -añade Christopher.
- Gracias -respondo-. Está bien, empecemos. Ronald, va a sentir unos pequeños pinchazos. Voy a ponerle unas inyecciones.
Tengo ya la jeringuilla preparada, limpio la piel de la pierna de Ronald con antiséptico e inyecto el contenido. Es un anestésico local y no muy fuerte así que no sé hasta que punto reducirá el dolor, porque en este punto cualquier ayuda es pequeña. Cortaré por debajo de la rodilla, preservando toda la articulación, pero no mucho más abajo para no dejar nada de tejido enfermo. Ato una goma alrededor de su pierna, un poco por encima del punto en el que cortaré, para reducir el flujo de sangre. Ahora sí, todos los preparativos están hechos. Ronald parece un poco más calmado, ya que había tranquilizantes entre las pastillas que le he dado hace unos minutos, pero sé muy bien que esto es solo la quietud que precede a la tempestad.
- Puede que sea conveniente darle algo que pueda morder -sugiero antes de empezar.
- ¿Para morder? 
Neil rebusca en un cajón.
- ¿Servirá esto? -me muestra un cepillo de dientes con un mango de goma.
Me encojo de hombros.
- Supongo que sí. 
Pone el cepillo entre los dientes de su padre, que no parece muy convencido. Sin embargo, no protesta, simplemente me mira y asiente con la cabeza a pesar de tener los ojos llenos de terror.

- Necesito que lo sujetéis bien -digo en un susurro. 
Christopher, Adrian y Neil se colocan alrededor de la cama y agarran a Ronald de la cintura, los brazos y las piernas. No puedo demorarlo más. Hago un enorme esfuerzo por mantener mi pulso firme y cojo el bisturí. A la primera incisión, Ronald se estremece, pero parece que la anestesia está surtiendo efecto, al menos de momento. Sin embargo, en cuanto el corte empieza a ganar profundidad, siento que sus músculos se tensan y que empieza a gemir de dolor. Unos segundos después, se sacude y lanza un grito. El movimiento me hace perder precisión y la sangre empieza a brotar, cubriéndome las manos y empapando las sábanas. El corazón se me acelera y cuando intento hablar apenas me sale la voz.
- Sujetadlo fuerte, que no se mueva.
Adrian, que está más cerca del cabecero de la cama, se inclina hacia su padre y empieza a hablarle con voz pausada.
- Todo saldrá bien -le dice-. Eres muy fuerte, eres un ejemplo para todos.
Neil y Christopher se afianzan en sus posiciones y me miran. En cuanto consigo serenarme, cojo aire y vuelvo al trabajo. Si me concentro, todo irá bien. Me lo repito como un mantra mientras voy cortando, poco a poco, la carne que recubre la parte superior de la pierna, en forma de semicírculo. Ronald alterna los gemidos con los gritos más desgarradores, se mueve y se estremece y me suplica entre llantos que detenga esta tortura. Aunque me parta el corazón, ahora no nos queda más remedio que llegar hasta el final. 
Una vez he terminado de cortar la parte de arriba, levanto la carne hasta dejar el hueso al descubierto. La sangre sale a borbotones y me cuesta horrores suturar las arterias principales para evitar que Ronald se desangre. Cuando termino estoy agotada, y todavía me queda más de la mitad.
Muevo un poco la pierna para poder cortar la parte de abajo y Ronald grita con todas sus fuerzas. Instintivamente, Christopher, Adrian y Neil miran en mi dirección. El último se queda observando la pierna de su padre casi como embelesado, sin apartar los ojos de la herida, y su cara empieza a palidecer. Me doy cuenta de lo que va a pasar unos segundos antes de que el rostro de Neil se convierta en una mueca y su cuerpo se retuerza en una violenta arcada. Le da el tiempo justo para darse la vuelta y vomitar en el suelo, de espaldas al resto de nosotros.
- Lo siento... Lo limpiaré -dice, tosiendo, pero en cuanto levanta la cabeza y sus ojos se posan en la cama empapada de sangre se le doblan las rodillas y cae redondo.
- ¡Neil! -grita Adrian.
- ¡Hijo! -Ronald se empieza a mover, y agarro su pierna con fuerza. Mierda, esto se me está yendo de las manos.
- ¡Dejadlo! -les grito-. ¡Sólo se ha desmayado! Ronald, no se mueva, y Adrian ¡no lo sueltes! Christopher, ¡ve a por ayuda!
Ni siquiera parece importarle que sea yo quien esté dando órdenes, sale a toda prisa de la habitación sin decir una palabra. Se hace el silencio por unos segundos y los aprovecho para recobrar el control de la situación.
- Vamos a seguir -digo, más para mí misma que para los demás, aunque parece que también ayuda a que Adrian recupere un poco la calma.

Empiezo a cortar la otra parte de la pierna, justo por la zona del gemelo, de la misma forma que lo he hecho con la zona superior. Resulta difícil mantener quieto a Ronald sólo con una persona, por lo que voy mucho más despacio. Por suerte, Christopher vuelve enseguida con refuerzos. Trae a dos compañeros más, un hombre y una mujer, a los que reconozco a los pocos segundos: son los mismos que han detenido al muchacho llamado Red cuando hemos llegado a la granja. Trato de no pensar en eso ahora, no quiero que nada me distraiga de mi trabajo. Sin necesidad de darles ninguna instrucción, la mujer se acerca a Neil, que sigue en el suelo, y lo aparta con cuidado de la cama para atenderlo, mientras que el hombre se coloca junto a Ronald y ayuda a Christopher y Adrian a sujetarlo.

El tiempo que me lleva cortar el gemelo y dejar el hueso al descubierto se convierte en una eternidad. Los quejidos de Ronald se me clavan en el cerebro y su sangre me cubre las manos y la ropa. Me pongo de pie para lavarme un poco y coger la sierra, y me doy cuenta de que todos en la habitación me miran con aprensión en sus ojos. 
- Esta es la parte más difícil. Sujetad bien a Ronald, por favor.
Coloco la sierra junto al hueso, y respiro hondo. Muevo el brazo, y los dientes de la hoja arrancan astillas a la tibia de Ronald. El hombre grita, casi sin fuerzas, con las lágrimas secas bajando por sus mejillas, pero ahora no puedo parar. "Lo siento mucho", pienso, y sigo cortando. Unos segundos después, los gritos se detienen y los músculos de Ronald, hasta ahora terriblemente tensos, se relajan súbitamente. Adrian grita.
- ¡Papá!
Los otros dos se suman a la alarma general.
- ¡Doctora!
- ¡¿Qué ocurre?!
Incluso Neil, que está empezando a recuperarse, se altera. Yo me mantengo tan serena como puedo, dejo de cortar por un momento y me acerco al cabecero de la cama para comprobar que Ronald tiene pulso, y sigue respirando.
- Se ha desmayado -les explico-. Por el dolor, probablemente. Intentaré hacerlo tan rápido como pueda para evitarle más sufrimiento.
Vuelvo a mi posición, y les pido a mis ayudantes que sujeten bien la pierna para que pueda serrar los huesos más fácilmente, aunque es una tarea dura. Las gotas de sudor me bajan por la frente y por el cuello y los brazos me duelen por el esfuerzo, pero no me detengo hasta que consigo que tanto la tibia como el peroné queden cortados, limpiamente, y la parte baja de la pierna de Ronald se desprenda por completo.

- Christopher, ¿puedes apartarla? -digo, señalando la extremidad recién amputada. Él me mira entre horrorizado y asqueado, pero la coge y se separa unos pasos de la cama. Se queda allí quieto, con el pie de Ronald en brazos, y yo dejo la sierra para coger aguja e hilo y suturar la herida. No la cierro del todo, dejo una pequeña abertura para poder drenar el líquido que se acumule. Al terminar, funcionando ya casi por inercia, quito la goma que le había puesto para permitir que la sangre fluya libremente de nuevo, limpio el muñón que ha quedado y lo cubro con un vendaje.

Finalmente me pongo de pie y me separo un poco de la cama para observar a Ronald. Su pecho sube y baja rápidamente y su piel está pálida y cubierta de sudor, pero creo que la pérdida de sangre no ha sido excesivamente grave después de todo. Creo que puedo lograr que sobreviva, si consigo mantenerlo libre de infecciones. Sin embargo, ahora necesito salir de aquí y respirar un poco, aunque sea sólo un momento. Puede que Christopher o Adrian me estén diciendo algo, pero apenas los oigo, los oídos me zumban y este lugar empieza a asfixiarme. Abro la puerta, exhausta y sin siquiera limpiarme la sangre que me cubre prácticamente de la cabeza a los pies. Me sorprende levemente encontrar el pasillo repleto de gente me mira entre la sorpresa y el horror. Dicen algo, pero tampoco los oigo. Mi visión se vuelve borrosa y el mundo se tambalea bajo mis pies. Al darme cuenta de lo que está pasando, busco a tientas algo a lo que agarrarme, pero sólo encuentro un vacío oscuro antes de perder el sentido.

domingo, 12 de octubre de 2014

Horas extra

Me dejo caer como un peso muerto y me quedo sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Los ojos me escuecen y me duele la cabeza por la falta de sueño. Llevo una semana con sus correspondientes noches sin poder descansar ni un minuto a causa de los nuevos pacientes. Yuri está ardiendo de fiebre, apenas puede dormir y cuando lo consigue se despierta gritando en medio de pesadillas horribles, temblando y cubierto de sudor frío. Por si eso fuera poco, Mishel ha empeorado notablemente en los últimos días, está constantemente asustada y cualquier pequeño ruido la sobresalta, y sus ataques de pánico son cada vez más frecuentes. Cuando se pone así, intenta atacar a cualquiera que se le acerca, así que ha estado quedándose en la enfermería conmigo. Yo, por mi parte, creo que podría caer dormida en cualquier rincón.

Isabelle llega después de atender una pequeña emergencia en el patio, al parecer uno de los chiquillos se ha dislocado el hombro en una aparatosa caída. Cuando entra en la enfermería trae algo entre las manos.
- ¿Tienes hambre? -pregunta, y reparo en que lo que trae es un bol con lo que parece una especie de puré.
- La verdad es que sólo tengo sueño -respondo. Ella barre la habitación con la mirada y se detiene un momento en Yuri, que parece dormido, y Mishel, sentada en el camastro donde yo suelo dormir con la mirada perdida en el vacío. Hace un gesto con la cabeza como asintiendo.
- Lo entiendo cariño, pero es la hora de comer y necesitas alimentarte -dice en tono maternal-. Todavía está caliente, y te he traído una manzana de postre.
Empleo mis últimas fuerzas en ponerme de pie y llegar hasta donde está ella, que me ofrece la comida con una sonrisa.
- ¿Por qué no bajamos al comedor para comer con los demás? -sugiero, pero Isabelle me alarga el bol sin dejar de sonreír.
- Lo siento, pero creo que deberías quedarte aquí con ellos, no podemos dejarlos solos.
- No tardaré más que diez minutos.
Isabelle niega con la cabeza.
- Es mejor así, cielo.
Tampoco tengo fuerzas para discutir, así que cojo la comida que me ofrece y me siento en una silla. Isabelle deja una pequeña manzana roja en una mesa junto a mí.
- Ya quedan pocas -comento.
- En pocos días vendrán los trabajadores de la granja y traerán lo que hayan podido recoger. Quizá traigan más. En fin, siento dejarte sola de nuevo, pero tengo que reunirme con Marcus.
- De acuerdo.
- Nos vemos esta tarde.
- Gracias por la comida.
Pero ya ha salido de la sala, no creo que me haya oído. Doy unas cuantas cucharadas al puré sin pensar demasiado. Me hubiera gustado salir de aquí aunque fuese para comer, y hablar con alguien que no esté enfermo o desequilibrado. Marcus me ha quitado incluso las guardias para que pueda pasar todo el tiempo en la enfermería, y siento que se está convirtiendo en mi prisión personal.

El tiempo pasa lentamente durante la tarde. Mishel ha pasado varias horas sin apenas moverse, así que decido probar suerte e intentar convencerla para que camine un poco. Incluso podría aprovechar para acompañarla y subir juntas a la azotea, necesito un poco de aire fresco.
- ¿No crees que te dolerá todo el cuerpo si te quedas quieta tanto rato? -le pregunto en tono amistoso. Ella no responde, claro. Ni siquiera me mira. No es que me pille por sorpresa.
- Venga, vamos a dar una vuelta -insisto, al tiempo que la tomo de la mano. La aparta casi como si se hubiera quemado.
Lo intento un rato más, tratando por todos los medios de no perder la paciencia. Al final parece que la estoy empezando a convencer, pero en ese momento alguien más entra en la enfermería, Mishel se asusta y todos mis progresos se van al traste. Cuando me doy la vuelta me doy cuenta de que es Marcus, acompañado de Isabelle y de otro hombre con el que no he hablado nunca. Traen un gesto grave en el rostro, y un millón de posibles desgracias se me pasan por la cabeza antes de hablar.
- Hola -les digo, volviéndome hacia ellos y olvidándome por un momento de Mishel.
- Doctora Sky -dice Marcus, esbozando una leve sonrisa-. Siento interrumpir sus tareas.
- No hay problema -respondo-. ¿Qué ocurre?
Marcus entrelaza los dedos y se pone un poco más erguido.
- Hay un problema, de hecho -explica-. En la granja. Uno de los trabajadores está herido. Christopher ha venido de allí a toda prisa para buscar ayuda -señala al otro hombre con un gesto de la mano-. ¿Puedes explicar qué le ha pasado a Ronald, por favor?
El tal Christopher se aclara la garganta antes de hablar.
- Estábamos reparando el techo de los establos para poder resguardar a los animales en invierno y no nos dimos cuenta de que una de las vigas más grandes estaba mal colocada. Durante las reparaciones algo falló y la viga cayó sobre el pobre Ronald. Le ha destrozado la pierna. Algunos compañeros de la granja saben primeros auxilios, pero esto es demasiado grave. Necesitamos un médico.
- Entiendo -digo, en voz tan baja que dudo que me hayan oído.
- Una de nosotras debería ir a la granja -interviene Isabelle-. Ronald está en un estado demasiado grave como para trasladarlo.
Siento como si una luz se encendiera en mi mente.
- Yo iré -digo sin dudar. Isabelle me mira un poco incrédula-. Si todos estáis de acuerdo, claro.
Mis interlocutores se miran entre ellos, parecen sorprendidos por mi determinación. Tal vez si los encerraran a ellos aquí durante tantos días su visión cambiaría un poco.
- Por supuesto que estamos de acuerdo -dice Isabelle.
- ¿Te ocuparás tú de los pacientes mientras ella esté fuera? -pregunta Marcus. Isabelle asiente.
- Yuri debería empezar a mejorar en pocos días.
Marcus lo mira de soslayo.
- Isabelle me convenció de que no está infectado con la plaga, pero ¿no será contagioso lo que tiene, no?
Mi jefa y yo nos miramos un instante, y al final ella es la que habla.
- No, para nada. Sus compañeros tenían razón cuando dijeron que era un borracho.
- Se está desintoxicando -digo, intentando suavizar la situación-. Pero el consumo no era tan grave como pueda parecer, mejorará pronto. Y Mishel sólo necesita tranquilidad.
- No mantendremos a un borracho aquí -dice Marcus, tajante.
- Ahora ya no está borracho -intervengo yo-. Lleva una semana sin beber, concédele un tiempo. Es fuerte, seguro que podrá trabajar.
Marcus asiente, pero no parece del todo satisfecho.
- Más le vale no dar problemas. Hay demasiadas cosas que hacer como para estar pendientes de alguien como él.
- Habrá que hacer algunos preparativos para tratar a... ¿Ronald? -digo, intentando cambiar de tema.
- Cierto, Alex. Prepara todo el material que creas que puedes necesitar -Isabelle vuelve a su tono autoritario habitual-. Parece que la lesión es grave, no descartes la cirugía.
- Lo prepararé ahora mismo.
- Va a haber muy poca luz -interviene Christopher-. No podemos viajar ahora.
Marcus asiente con la cabeza.
- Tiene razón. Habrá que esperar al amanecer.
- Tenlo todo preparado para entonces -ordena Isabelle.
- Sí, señora.

En cuanto se marchan, me pongo manos a la obra, y preparo una pequeña mochila con todo el material que se me pasa por la cabeza. Aguja, hilo de sutura, antisépitcos, antibióticos, gasas estériles, vendas, anestésicos... Me pregunto qué clase de lesión me encontraré. ¿Qué hago si realmente es muy, muy grave? Tal vez no debí ofrecerme tan alegremente para algo como esto...
- ¿Qué pasa? -dice una voz a mis espaldas. Yuri acaba de despertar y está medio incorporado en la cama.
- ¿Cómo te encuentras? -me acerco hasta él y le toco la frente, parece que la fiebre le está dando un respiro.
- No sé, no muy bien todavía, creo -como sin darse cuenta, se pasa la mano por la brecha que ya empieza a cerrarse-. ¿Fíodor y Eva? ¿Cómo están ellos?
- No lo sé. Sinceramente, no los he visto desde que se recuperaron del accidente. No me dejan salir de aquí, así que no puedo decirte mucho. Puede que Marcus los tenga haciendo alguna tarea.
Se incorpora del todo, taciturno.
- He oído lo que hablaban ahora. ¿Se va a algún sitio, doctora?
- Me voy a la granja, mañana al amanecer. Hay un hombre herido que tengo que atender.
Yuri tuerce la expresión.
- ¿No será peligroso? ¿No habrá zombis?
- No lo creo, hacen el camino todas las semanas. Debe de ser seguro, no te preocupes. Tú recupérate y déjame esto a mí.
- ¿Es verdad lo que ha dicho, doctora? ¿Que estoy enfermo por beber?
- Bueno, lo que te puso enfermo fue dejar de beber. Tu cuerpo tiene que acostumbrarse a funcionar sin alcohol y el proceso es bastante desagradable. Pero tienes que pasar por ahí.
Se deja caer de nuevo en la cama, abatido.
- ¿No hay alcohol aquí?
- Ni se te ocurra -le advierto-. Marcus te sacaría de aquí a patadas.


Me despierto un buen rato antes del amanecer. Esta noche no la he pasado en la enfermería, Isabelle por fin me ha dado un respiro ya que hoy me espera una caminata de tres horas, pero el cambio de cama y el hecho de dormir en una sala llena de gente me ha sentado peor de lo que esperaba. Todo está oscuro, pero mucho menos silencioso de lo que uno esperaría. Siempre hay alguien que ronca, que tose o que llora. Los minutos pasan muy lentamente hasta que alguien me viene a buscar.

Una expedición de tres personas sale del instituto de Cornwell con las primeras luces del día. Cristopher, el hombre que conocí ayer y que me explicó la situación de la granja, otro trabajador de la granja llamado Damon, moreno y más joven, y yo misma, cargando una mochila llena de material médico. Poner los pies en la calle me produce una sensación extraña después de haber pasado semanas sin salir del refugio, y al escuchar las puertas cerrarse a mis espaldas siento una punzada de miedo. Tantos días ahí dentro habían diluido la terrorífica realidad del exterior.

- La granja está a unos quince kilómetros al este -explica Christopher cuando echamos a andar-. Son unas tres horas a pie. El camino está bastante limpio pero de todas formas hay que andar con los ojos bien abiertos, y hacer el menor ruido posible.
- Entendido.
Christopher lleva un rifle a la espada, y Damon una pistola en el cinturón, pero me cuentan que prácticamente no disparan nunca. Prefieren usar lo que ellos llaman las "lanzas", que no son otra cosa que palos de madera maciza con un cuchillo incrustado y bien sujeto en la punta. A mí me han dado una pistola también, aunque ya me han advertido que sólo es para situaciones de vida o muerte.
- De todas formas, vemos pocos zombis por aquí -dice Christopher-. Si vienen solos es fácil abatirlos, y si son grupos pequeños lo mejor es tratar de evitarlos antes de que puedan seguirnos. Hoy sólo somos tres y la llevamos a usted, doctora, así que vamos a evitar riesgos a toda costa.
Avanzamos en silencio durante varios minutos recorriendo las calles desiertas de Cornwell, pasando frente a casas abandonadas y comercios saqueados. No hay nadie a la vista, ni vivo ni muerto, es una auténtica ciudad fantasma. Aprieto el paso para alcanzar a mis compañeros, y cuando me pongo a la altura de Damon se vuelve hacia mí para preguntarme.
- Dicen que se ha enfrentado a los zombis antes, doctora. ¿Es verdad? ¿Cuántos eran?
- Bueno, sí, es verdad... -no sé muy bien qué decirle-. Pero no sé cuántos eran, yo...
- Deja de atosigar a la doctora, Damon -interviene Christopher-. No queremos atraer a ningún bicho así que caminad en silencio.
Le agradezco en silencio que me evite hablar de cosas tan desagradables, y los tres continuamos nuestro camino sin decir una palabra. Poco a poco, las tiendas desaparecen y las casas se espacian más y más, hasta que salimos de Cornwell y tomamos una pequeña carretera rural que se adentra en un bosquecillo de abedules. Christopher parece conocer muy bien el camino, cada desvío que debemos tomar para evitar las zonas donde podría haber peligro. La vegetación crece a cada lado del camino, los árboles forman un pequeño techo sobre nuestras cabezas y crean una sensación de protección y seguridad. Sin embargo, sé que es una mera ilusión y mi instinto me dice que el peligro podría aparecer desde detrás de cualquier tronco, de cualquier rincón en la sombra. Entonces, sin motivo aparente, Damon se detiene.
- ¿Oís eso?
Escuchamos con atención, sin hacer el menor ruido. Cuesta identificarlo, porque se funde con el murmullo del viento y las hojas, un zumbido como el de un gigantesco enjambre de abejas resonando a lo lejos. Hace que se me ericen los pelos de la nuca.
- ¿Qué es? -pregunto, mi voz suena extrañamente ronca debido al miedo.
- Mantened los ojos bien abiertos -dice Christopher-. Yo iré delante. Tened las armas preparadas.
Nos ponemos en marcha de nuevo, más callados y alerta si cabe. Empiezo a arrepentirme de haber abandonado la seguridad de Cornwell, de haberme expuesto al terror del exterior sólo porque sentí que el trabajo me sobrepasaba. Con cada metro que avanzamos el zumbido se intensifica y con él mi miedo y el de mis compañeros. Pero no puedo dejar que me domine, no ahora que estamos tan cerca de la granja. Al fin y al cabo, hay alguien que necesita ayuda y tengo que cumplir con mi deber.

Al final, la pequeña carretera sale a un camino más amplio. Hay un coche abandonado justo en el cruce, y un poco más adelante la calzada se eleva en un puente estrecho y recto que pasa sobre una autopista. Al poner los pies en el puente un olor nauseabundo nos hace detenernos de golpe, y lo que en el bosque parecía un zumbido sin identificar se materializa en un coro de aullidos. Aterrorizada, miro alrededor, pero no veo a ningún zombi cerca. Unos pocos vehículos salpican la carretera, uno de ellos empotrado en el guardarraíl, pero no se atisba la menor señal de movimiento. En el otro extremo se abre de nuevo el bosque.

Christopher y Damon también parecen inquietos, aunque mantienen la compostura y dan unos pasos más hacia adelante. Se acercan al coche más cercano, un turismo cuya pintura se adivina roja debajo del polvo y las hojas secas. La forma en que Christopher se mueve parece medida, estudiada, como esperando ya por dónde aparecerá el peligro. Damon lo sigue de cerca, imitándolo en todo. En cuanto han estudiado a fondo este pequeño tramo del puente me hacen una señal para que me acerque, y es entonces cuando por fin identifico la fuente de los gemidos. Los zombis no están en el puente, sino debajo. La autopista, al menos la zona que puedo ver desde aquí arriba, está atestada de vehículos, y entre ellos, como si se tratara de un bullicioso hormiguero, vagan sin rumbo una cantidad de engendros digna de mis peores pesadillas.

Llego a la altura de los otros dos sin hacer el menor ruido. Luego, en un susurro apenas audible, le digo a Christopher:
- Dijisteis que no había zombis por aquí.
Él asiente, y responde en voz igual de baja.
- Eso creíamos. Esto es nuevo.
- ¿Pueden subir hasta aquí?
- Es difícil, no se puede llegar a este camino desde la autopista. Hay que dar un rodeo muy largo.
- No pueden trepar, ¿verdad? -interviene Damon. Nos mira alternativamente a Christopher y a mí.
- No he visto a ninguno que lo hiciera.
- Podrían trepar si hubiera algún tipo de escalera -añado yo. No quiero alarmarlos sin necesidad, pero con estas criaturas cualquier precaución es poca.
- Escuchadme -dice Christopher, muy serio-. Yo iré delante y me aseguraré de que el camino está limpio. Damon, tú vigilas que no aparezca ninguno por detrás. Doctora, usted va en medio, es la posición más segura. Tenga el arma preparada pero dispare sólo si es cuestión de vida o muerte. ¿Entendido?
Damon y yo asentimos con la cabeza, ya que aunque no lo haya dicho, va a ser crucial que podamos atravesar el puente sin que los zombis de abajo nos detecten. Enseguida nos ponemos cada uno en nuestra posición para iniciar un avance lento pero seguro. Cuando nos encontramos más o menos a mitad de camino, Christopher nos hace detenernos y se adelanta a inspeccionar el interior de los coches que tenemos delante. Me doy la vuelta para ver qué tal le va a Damon y veo que aprovecha la pausa para acercarse al borde del puente y observar la marabunta de podridos que invade la autopista. Se apoya en el guardarraíl, que inesperadamente cede ante su peso, haciendo que el joven pierda el equilibrio.

En un instante ha desaparecido. Después de una interminable fracción de segundo, un estruendo metálico me devuelve a la realidad.

- ¡Damon! -mi voz es un grito ahogado y cuando intento echar a andar, las piernas me tiemblan.
- ¿Qué pasa? -pregunta Christopher desde el otro lado.
- ¡Se ha caído!
Su rostro parece perder la serenidad por un momento, y rápidamente corre hacia donde estaba nuestro compañero hasta hace un segundo. Al final, reúno fuerzas suficientes para acercarme a él, y con un nudo en la garganta me atrevo a mirar hacia abajo.

Damon está tendido sobre el techo abollado de un autobús, inmóvil. Alrededor del vehículo se agolpan los zombis que, alborotados por el ruido del golpe del cuerpo contra el metal, alargan las manos y abren la boca ávidos de carne fresca. Christopher y yo pasamos unos segundos en silencio, los ojos fijos en nuestro compañero, sin que haga falta formular en voz alta la pregunta que ambos tenemos en la cabeza. Poco después, Damon abre los ojos y mueve un poco la cabeza.
- ¿Estás herido, muchacho? -pregunta Christopher. Intenta no levantar demasiado la voz, pero es inevitable que los zombis nos oigan. Damon trata de incorporarse, pero gime de dolor y se tumba de nuevo.
- Me duele todo el cuerpo.
Ha caído desde unos siete u ocho metros de altura, o eso creo. Podría haber sido fácilmente mortal, así que me preocupa que tenga alguna lesión grave.
- ¿Crees que te has roto algún hueso?
- No lo sé, no me puedo mover.
Damon continúa intentado incorporarse, sin éxito.
- ¡No te muevas! -le grito-. ¡Quédate tal y como estás!
- No puedo mover las piernas.
- ¿Te duelen?
- No -dice Damon, con la voz un poco quebrada. El miedo está empezando a apoderarse de él.
¿Puedes sentir algo? -le pregunto, intentando aparentar serenidad. 
- No -vuelve a repetir, ahora al borde del llanto.
- ¿Estás seguro de que no puedes moverte? -dice Christopher-. ¿Nada de nada?
Antes de que a Damon le dé tiempo a intentarlo de nuevo, le grito otra vez.
- ¡Estate quieto!
Vuelvo la cabeza y me encuentro con la mirada de Christopher a medio camino entre el dolor y el miedo.
- ¿Qué pasa?
Espero unos segundos y me dirijo a Damon.
- ¿Puedes mover los dedos de los pies?
El joven empieza a sollozar.
- No puedo.

Me siento en el suelo, con la cara hundida entre las manos.
- Estamos jodidos.
Christopher se arrodilla ante mí y me coge de los hombros con fuerza. Me obligo a levantar la cabeza y mirarlo a los ojos.
- Doctora -dice-. Dígame qué pasa.
- Creo que... creo que tiene una lesión de columna.
El rostro de Christopher se desencaja a medida que mis palabras toman forma en su cabeza. 

- ¿Qué hacemos? -le pregunto en un susurro. 
Él guarda silencio, trata de mantener la serenidad mientras piensa en algo, y yo trato de imaginar una ruta que nos permita llegar a Damon. Abajo, sobre el techo abollado del autobús, el joven intenta darse la vuelta.
- ¡Te he dicho que no te muevas! -le grito, tan fuerte que los zombis miran hacia arriba y se agitan al vernos.
Christopher me coge del brazo y me obliga a levantarme y dar unos pasos hacia atrás, alejándonos del borde del puente.
- ¿Cómo de jodidos estamos?
- No lo sé, habría que hacer... -el miedo puede también conmigo, hace que las palabras salgan atropelladas de mi boca y no pueda articular una frase coherente-, habría que hacer tantas pruebas... no hay manera de...
- ¿Está paralizado?
- Eso creo, yo no...
- Ahora mismo no puede ponerse de pie, ni andar.
- No.
- ¿Cuánto tiempo tendría que pasar para que pudiera?
Niego con la cabeza.
- Es imposible saberlo, hay demasiadas cosas que...
- Doctora -me corta Christopher-. ¿Va a poder salir de ahí por su propio pie?
Echo un vistazo rápido a la carretera.
- No lo creo. 
Christopher suspira y se acerca de nuevo al borde del puente. Mira hacia abajo, hacia los lados, está devanándose los sesos con esto. 
- ¿Hay alguna forma de que podamos ir a por él? -pregunto.
- Es muy difícil. Para llegar a la autopista hay que dar un rodeo muy grande a pie, y con todo esto infestado de zombis es muy, muy peligroso. No podemos hacerlo.
- Pero tenemos que hacer algo, no podemos dejarlo ahí.
Se hace el silencio durante unos segundos, hasta que la voz de Damon nos interrumpe.
- ¿Christopher? ¿Doctora? ¿Seguís ahí?
- Estamos aquí, chico -dice Christopher-. Escucha, no podemos sacarte de ahí nosotros solos. Tenemos que ir a la granja a por ayuda.
Damon rompe a llorar.
- ¡No, por favor! ¡No me dejéis solo!
Los zombis se alborotan al escuchar sus gemidos.
- Damon -le digo-. Es importante que no te muevas mientras esperas o podrías empeorar la lesión.
- No os vayáis, por favor -parece que no escucha nada de lo que decimos, no deja de suplicar que nos quedemos con él.
- Cálmate, muchacho -interviene Christopher-. Vamos a regresar con ayuda, te lo prometo.
- Por favor, por favor, no me dejéis aquí... -su voz se rompe, y aunque está intentando mantenerse quieto, su pecho no deja de subir y bajar con la respiración entrecortada del llanto.
- Volveremos, te prometo que volveremos -Christopher trata de tranquilizarlo, aunque está aterrorizado-. Vamos doctora, no debemos perder más tiempo.
Me parte el alma dejarlo así, pero Christopher tiene razón. No hay manera de que lo saquemos de ahí entre nosotros dos solos, de hecho, no sé cuántas personas necesitaremos para rescatarlo. 
- ¿Cuánto nos queda hasta la granja?
- No mucho ya, estaremos allí en media hora más o menos si no surgen más problemas.
- ¿Estará bien Damon?
Christopher me mira con expresión grave.
- Doctora -dice-, no podemos hacer nada. Tenemos que irnos.
Bajo la mirada.
- De acuerdo.
Echamos a andar, cabizbajos y en silencio, apretando el paso para llegar a la granja cuanto antes. A nuestras espaldas, Damon nos pide a gritos que no lo dejemos solo, su voz mezclada con los lúgubres aullidos de los cientos de engendros que lo asedian.

Christopher se adelanta y apenas puedo seguirle el paso. Cuando dejamos atrás el puente nos adentramos de nuevo en el bosque de abedules y los quejidos de los zombis empiezan a convertirse otra vez en un zumbido indeterminado, hasta que pasado un buen rato deja de escucharse del todo. Los gritos de Damon se han perdido en la distancia, pero puedo oírlos en mi cabeza como si lo tuviera a mi lado. Su voz desesperada es una brecha en mitad de mi pecho que casi no me deja respirar.

Nos encontramos el camino despejado, Christopher camina delante de mí sin detenerse durante media hora, más o menos. Vamos cada vez más deprisa, y el miedo y el agotamiento se van apoderando de mi cuerpo. La mochila en la espalda es cada vez más pesada, las piernas me duelen y me tiemblan más a cada paso.
- ¿Cómo puede ser que no haya ninguno por aquí, si ahí atrás estaba atestado? -hago la pregunta en voz muy baja, en parte por el cansancio y en parte por la ansiedad. No me permito bajar la guardia ni un instante.
- Estos caminos están muy aislados. La autopista está muy comunicada, pero aquí uno no llega a no ser que quiera hacerlo.
La explicación termina ahí, y el tenso silencio entre nosotros ya no se rompe hasta que torcemos por un camino estrecho y sin asfaltar que sale a la izquierda de la pequeña carretera. Unos metros más adentro, una valla metálica corta la senda e impide el paso. Junto a la valla, a un par de metros, se levanta una estructura de madera construida toscamente, una especie de torreta de unos cinco metros. Hay alguien arriba, vigilando, un hombre con un rifle colgado del hombro. Se asoma un poco al vernos llegar, hasta que Christopher le hace un gesto con la mano y se apresura para bajar por la parte de atrás de la torre. Corre hasta el tramo de valla donde nos encontramos y abre una puertecilla metálica para dejarnos entrar y cerrar rápidamente a nuestras espaldas.
- Christopher, gracias a Dios -murmura el hombre. Visto de cerca parece más mayor, con el pelo canoso y la barba a medio crecer. Me escanea con la mirada, una pequeña cicatriz divide una de sus cejas en dos.
- Es la doctora Sky -dice Christopher.

Sin pedir más explicaciones, el hombre echa a andar, casi a correr, y Christopher me indica con la mano que me ponga en marcha yo también. Comenzamos a cruzar el terreno de la granja, que hasta donde puedo ver está rodeado por una valla de metal como la que acabamos de cruzar, salpicada en algunos lugares con torres de vigilancia de construcción rudimentaria. En medio del terreno se levanta una casa de dos alturas con un porche de madera, y a un lado un gran granero. Un puñado de personas que se encontraban junto al granero echan a correr hacia la casa en cuanto nos ven. Christopher los ignora, habla con el hombre que nos ha recibido.
- ¿Qué hay de Ronald? ¿Algún cambio?
- Tiene muy mala pinta, te lo digo yo. Espero que la doctora pueda hacer algo...
Por el tono en que habla, parece que no le inspiro mucha confianza, aunque me importa bien poco. 
- Christopher, tenemos que ir a por Damon cuanto antes -digo, mi respiración acelerada hace que la voz me suene entrecortada.
- ¿Qué pasa con Damon? -pregunta el hombre antes de que Christopher tenga tiempo de responder.
- Se ha caído del puente cuando pasábamos por... -empiezo a explicar, pero Christopher se detiene de golpe y se vuelve hacia mí.
- Doctora -dice, interrumpiéndome-. No podemos perder más tiempo.
- ¿Qué coño ha pasado? -pregunta otra vez el hombre, más enfadado esta vez.
- Te lo explicaré luego -responde Christopher, en un tono que no invita a insistir. Antes de que podamos continuar la conversación llegamos al porche, donde nos recibe la pequeña multitud que se había congregado en el granero. En pocos segundos parece que todos tienen preguntas para nosotros.
- ¿Cómo está el camino?
- ¿Viste a mi hija en Cornwell?
- ¿Cómo están las provisiones?
Christopher levanta la mano pidiendo silencio.
- Nos ocuparemos de todo eso luego -dice-. Tengo que llevar a la doctora junto a Ronald, es lo más urgente.
- Pero Christopher -irrumpo atropelladamente-, ¿qué hay de Damon? Hay que ir a buscarlo, tenemos que pensar un plan, necesitaremos por lo menos...
- Doctora -me corta la frase a la mitad. Esta vez no hay ninguna otra explicación, sólo una mirada capaz de congelar el infierno, que me cierra la boca como un puñetazo en la mandíbula.

domingo, 7 de septiembre de 2014

El circo de los horrores

En el silencio del bosque el rugido de la camioneta se me antoja ensordecedor. Estoy solo en la parte de atrás de la camioneta, sentado en la zona de carga como un animal mientras el viejo conduce. Intento ponerme cómodo, mi cuerpo se recupera lentamente de los efectos de pasar un día y una noche a la intemperie colgado bocabajo. Llevamos un par de minutos en camino y no tengo ni idea de adónde vamos, sólo que si mi orientación no falla parece que nos dirigimos hacia la ciudad. Mordisqueo un pedazo de carne seca que el viejo me ha dado antes de salir. Sabe a rayos, pero al menos parece que mi estómago no la rechaza y distrae al hambre durante algunos segundos, haciendo menos penoso mi calvario.

Me ha bajado pasado el amanecer, convencido por fin de que no me iba a convertir en uno de esos engendros. No más de lo que ya lo soy, al menos. Sin embargo, para convencerlo he tenido que acceder a acompañarlo a cierto lugar que no ha querido revelarme, a buscar algo que al parecer necesita. Me ha sorprendido la agilidad con la que ha trepado por la torre para cortar la cuerda que me sujetaba. El golpe contra el suelo al caer ni siquiera me ha dolido, todo mi cuerpo estaba entumecido e insensible, mi visión borrosa y mi mente más turbia si cabe. La cuerda se había estrechado tanto alrededor de mi pierna que tenía el pie casi negro y por un tiempo he temido que se hubiera necrosado del todo. Apenas podía tenerme en pie cuando el viejo ha sacado una camioneta de entre los árboles y me ha encañonado para obligarme a subir. No ha respondido a ninguna de mis preguntas.

Avanzamos despacio por el camino sin asfaltar cuando veo un borrón salir de entre los árboles y perseguir el vehículo. Es... ¿Hamlet?

Sin perder un segundo, doy unos fuertes golpes al techo de la cabina para alertar al viejo, que al poco disminuye la velocidad y baja la ventanilla. Sólo unos centímetros, no baja la guardia ni por un instante.
- ¿Qué pasa? -pregunta, no puedo verle la cara pero por el tono de su voz me imagino su expresión desganada.
- ¡Para un segundo!
- ¿Para qué?
- ¡Tú para!
- ¡Dime por qué!
- ¡Tenemos que recoger al perro!
Se inclina un poco para ver por el retrovisor y frena del todo. Luego baja un poco más la ventanilla para asomarse y ver cómo Hamlet se acerca jadeando y con la lengua fuera. El perro sube de un salto a la zona de carga y el viejo arranca de nuevo.
- ¡Más te vale que ese chucho tuyo no cause problemas! -grita antes de subir del todo la ventanilla.
No me molesto en responder nada. En su lugar, miro a Hamlet y me río, un riachuelo de dolor me atraviesa las costillas.
- No hay manera de que me libre de ti, ¿no?

Avanzamos por el camino de tierra durante un rato más, no sabría decir cuánto, hasta que salimos a una carretera estrecha y descuidada dejando atrás el bosque. La ciudad se perfila a lo lejos, parece casi normal a la débil luz de la mañana. Nuestro camino pasa cerca de lo que queda del cordón militar en algunos tramos, captando la atención de algunos zombis que tratan de perseguirnos sin mucho éxito. Aun así, me pregunto por qué el viejo querría salir de la seguridad del bosque, qué es eso tan importante que tiene que recuperar en algún lugar. Bordeamos la ciudad durante unos kilómetros hasta que la camioneta se desvía y empieza a acercarse. La seguridad con la que parece conducir el viejo y la rapidez con la que encuentra los caminos despejados me hace pensar que no es la primera vez que hace este recorrido. No tardamos en llegar a la zanja que los militares cavaron para detener el avance de los zombis, y en unos minutos la cruzamos sobre un precario puente construido con maderas y vigas de hierro. Ante nosotros empiezan a aparecer barrios residenciales con casas vacías y jardines abandonados. Algunas de ellas tienen las ventanas tapiadas, otras las tienen rotas y parece que hayan sido saqueadas. De vez en cuando vemos algún caminante, solo o en grupos pequeños, que tratan de venir detrás de nosotros. Sin embargo, son lentos y difícilmente pueden seguirnos. De vez en cuando, el viejo da un bandazo para esquivar a alguno recién aparecido en mitad de la calzada, haciendo que Hamlet y yo perdamos el equilibrio y tenga que agarrarme a los laterales de la camioneta para no salir despedido.

Estoy empezando a cansarme y ponerme nervioso cuando la camioneta aminora y finalmente se detiene a la entrada de un gran parque a las afueras de la ciudad. Una verja alta, de hierro, rodea el recinto lleno de árboles y vegetación hasta donde puedo ver. Frente a nosotros se levanta una puerta de barrotes de hierro que cierra la verja y da entrada al parque. Varios zombis nos reciben pegados a la puerta, sacando los brazos por los barrotes como si creyeran que estirándose un poco más podrían agarrarnos. El viejo baja la ventanilla para hablar conmigo.
- Muchacho, aquí tienes tu primer trabajo. Despeja el camino y abre las puertas.
Así que para eso me necesitaba. No es ninguna sorpresa, supongo.
- ¿Tengo que matarlos sin un arma?
Rebusca un poco en la cabina, y me alarga una palanca a través de la ventanilla abierta.
- Recuerda que yo sigo teniendo la escopeta, no quiero ninguna tontería.
- Descuide, jefe -digo con sorna al tiempo que cojo la palanca, luego me vuelvo hacia Hamlet-. Tú te quedas aquí -le advierto, señalando el suelo de la camioneta con el dedo. Él me responde con un ladrido pero no se mueve, así que imagino que me ha entendido y salto de la camioneta. El impacto con el suelo me trae un doloroso recordatorio de lo que han sido las últimas cuarenta y ocho horas.

Doy unos pasos hacia la verja mientras calibro la situación. Puedo ver cuatro zombis pegados a la puerta, gruñendo y alargando sus brazos hacia mí. No parece que haya más en los alrededores, así que me encargaré rápidamente de estos y le enseñaré al viejo que más vale no tomarla conmigo. Inspecciono la puerta desde una distancia segura. Pensaba que estaría cerrada con cadenas o algo así, pero lo único que la mantiene cerrada es un pestillo de gran tamaño. Los zombis enloquecen cuando me acerco y casi parece que quieren saltar unos por encima de los otros. Me echan las zarpas encima en cuanto me tienen a su alcance, pero eso no me impide levantar el cerrojo y empujar las puertas hacia dentro con todas mis fuerzas, haciendo que los engendros se echen hacia atrás y que uno de ellos caiga al suelo de espaldas. Intenta ponerse de pie, pero le falta un brazo y sus movimientos son sumamente torpes. Los que han conseguido mantener el equilibrio corren hacia mí, yo levanto la palanca cogiéndola con las dos manos y descargo con fuerza un golpe en la cabeza del que ha llegado más cerca de donde estoy. El engendro se balancea y cae sobre el que está detrás de él. Los dos acaban en el suelo y aprovecho la oportunidad para destrozar también la cabeza del segundo, hasta que el extremo de la palanca acaba negro y la sangre espesa de los zombis me salpica las botas y los pantalones.

Me vuelvo hacia el viejo, que me mira desde dentro de la camioneta con expresión impasible. Levanto la palanca ensangrentada para que la vea bien, y después le sonrío enseñando los dientes. La distracción me cuesta cara, el zombi que ha quedado en pie se me echa encima y antes de que pueda reaccionar me derriba y caemos juntos al suelo, él encima de mí. Trata de morderme en la cara pero lo sujeto del pelo antes de que pueda acercar su boca a mí. Desesperado, me clava las uñas en el cuello y me araña la mejilla, pero no voy a dejar que haga nada más. Lo sujeto del pelo con fuerza, me inclino hacia adelante y estampo su cabeza contra el suelo, justo a mi lado. Levanto su cabeza y la vuelvo a bajar, una y otra vez con todas mis fuerzas, hasta que su cara se desfigura en una maraña de carne informe y finalmente deja de moverse.

Me pongo de pie y me acerco al último de los engendros, que todavía trata penosamente de ponerse de pie. Lo dejo tendido e inmóvil de una sola patada en la cara. Sólo estará quieto una fracción de segundo, porque el dolor parece no tener efecto alguno en estas criaturas, pero es tiempo suficiente para asestar el golpe de gracia. Un potente pisotón y su cráneo se hunde bajo la suela de mi bota. Ahora sí, despejado el terreno, me vuelvo de nuevo hacia el viejo y le dedico otra sonrisa. Limpio la sangre y los restos de tejido de la palanca y de mis zapatos en la ropa del zombi y vuelvo a subir a la camioneta.

Antes de arrancar de nuevo, el viejo me advierte.
- Vamos a encontrar más de esos en adelante, así que puedes quedarte con la palanca hasta que lleguemos a nuestro destino. Eso sí, un mínimo movimiento en falso y tendrás una bala en la cabeza antes de que puedas pestañear.
Le contesto con un gruñido. Si no le abro la cabeza a él no será porque no tenga ganas, pero por el momento me conviene contenerme. Ya he visto de lo que es capaz, así que guardo silencio mientras él arranca y nos adentramos en el parque.

No hemos recorrido cien metros cuando comprobamos que el viejo tenía razón. El camino de losas que atraviesa la vegetación está salpicado de sangre y suciedad y los zombis vagabundean entre los árboles pisando los restos de cuerpos medio descompuestos. El zumbido de las moscas y el olor me repugnan, incluso Hamlet se acurruca junto a mí en el suelo de la camioneta. Sin embargo, hay otra cosa que me llama la atención rápidamente, un detalle que hace que esta situación se haga todavía más inquietante. La mayoría de los zombis visten ropa normal, pero puedo ver a algunos con atuendos coloridos, aunque sucios y desgarrados, ropa extravagante más propia de una troupe de circo que de los paseantes de un parque urbano. El ruido de la camioneta los alerta, y muchos de ellos se acercan y tratan de agarrarnos. Conseguimos avanzar otro centenar de metros mientras me esfuerzo por apartarlos del vehículo a base de patadas y golpes de palanca, hasta que se agolpan en tal cantidad que el viejo se ve obligado a detenerse si no quiere destrozar la camioneta atropellándolos a todos. En este momento no necesito esperar a que me dé instrucciones, salto del vehículo y empiezo a golpear a diestro y siniestro a todos los engendros que nos atacan. Los zombis me rodean, me arañan y muerden, me cuesta un gran esfuerzo sacármelos de encima y poder moverme hasta la parte de delante del camino para abrir el paso a la camioneta. Apenas he tenido tiempo para abrir una brecha en la multitud, del tamaño justo para que la camioneta pueda pasar, cuando el viejo arranca y atraviesa la abertura que he creado, alejándose de donde estoy, sin siquiera esperar a que yo suba de nuevo.

Salgo corriendo detrás y escucho un alarido inhumano a mis espaldas. Me vuelvo justo a tiempo para ver a uno de los zombis disparado como una bala hacia mí, vestido con ropa de colores vivos, ahora ya apagados por las semanas a la intemperie, y todavía restos de pintura en el rostro. Siento como el tiempo se ralentiza y mi cuerpo entero se tensa para recibirlo a medida que se acerca a mí. Agarro la palanca con las dos manos, firmemente, y me coloco como un bateador dispuesto a batir su mejor récord. En el último momento, cuando el desgraciado está a punto de terminar su precipitada carrera, me desplazo ligeramente para esquivar su agarre y golpeo con todas mis fuerzas. El zombi cae como un peso muerto, destrozado, y queda inmóvil en el empedrado. Visto tan de cerca, es imposible no darse cuenta de que algún día fue un payaso. Por alguna razón la imagen me produce un escalofrío, pero no tengo tiempo de pararme a pensar nada porque el grupo de podridos del que estaba huyendo está ganando distancia, así que doy media vuelta y echo a correr detrás de la camioneta que ya me ha ganado demasiados metros. Cuando por fin le doy alcance a la camioneta, el viejo reduce un poco la velocidad y me grita que suba con el vehículo todavía en marcha. Me encaramo a la parte trasera como puedo y caigo de bruces en la zona de carga. Este maldito loco va a acabar matándome de verdad.

En cuanto logro recuperar el equilibrio, me acerco a la parte delantera y me pongo de pie para ver por encima de la cabina. La escena que se abre ante nosotros muestra una pequeña llanura despejada de vegetación en medio del parque en la cual se levantan los restos de lo que parece un circo. Una gran carpa se levanta en el centro de la llanura, con otras dos más pequeñas a los lados. Los colores de las lonas se ven apagados y sucios, y algunas partes parecen hundidas y hechas jirones. Ahora está claro que muchos de los zombis que hemos visto antes no eran sino artistas que debieron trabajar en este circo. Otra pequeña multitud de podridos empieza a concentrarse peligrosamente cerca de nosotros, pero en lugar de seguir en dirección a las carpas el viejo gira bruscamente y nos lleva por uno de los lados. No dejo de preguntarme qué es lo que hemos venido a buscar a este lugar.

Dejamos las carpas a nuestra derecha y, saliendo del camino empedrado, atravesamos la llanura en la que la hierba crece descontrolada. Puedo ver una buena cantidad de zombis rondando las carpas, tal vez incluso haya más en el interior, pero por suerte el viejo no parece muy interesado en descubrirlo. Pronto me doy cuenta de cuál es nuestro destino: nos dirigimos a la zona donde están las caravanas en las que debían de vivir los artistas de este circo. A medida que nos acercamos distingo un buen número de caravanas y remolques, muchos de ellos pintados de colores vivos. Pasamos junto a algunos de ellos, captando rápidamente la atención de los zombis que merodean por los alrededores. El viejo conduce nuestro vehículo hasta situarse junto a un enorme camión blanco que parece un monstruo dormido en la hierba y cubierto de polvo. Los zombis empiezan a aproximarse, Hamlet se tensa y gruñe y yo cojo la palanca preparado para saltar. Para mi sorpresa, una vez detenida la camioneta el viejo abre la puerta y salta al exterior también. Lleva en las manos la misma escopeta con la que seguramente me disparó, lo cual inmediatamente hace saltar mis alarmas ya que el ruido de los disparos podría atraer a muchos más zombis de los que ocuparnos. Sin embargo, cuando el primer engendro se le acerca el viejo no le dispara, sino que usa la escopeta a modo de bate para tumbarlo y, una vez lo tiene en el suelo, hunde la culata del arma en su cabeza. Luego se vuelve hacia mí y me dedica una sonrisa burlona. Bueno, no voy a dejar que ese engreído se lleve todo el mérito, así que salto de la camioneta y me pongo manos a la obra. Se han aglomerado unos cuantos zombis a nuestro alrededor y tenemos que dedicar un buen rato para terminar con todos. Me ocupo de la mayoría, en parte porque el viejo es mucho más cauteloso a la hora de enfrentarse a los podridos, y en parte porque ambos sabemos que disparar no es una buena idea aquí. En un par de ocasiones tengo que correr para apartar a los zombis de la camioneta para evitar que ataquen a Hamlet. Finalmente miramos a nuestro alrededor y encontramos el terreno despejado. El viejo me mira y suelta una carcajada, parece realmente entusiasmado, y al final, tal vez a causa de la adrenalina, incluso yo sonrío un poco.

Sin entretenerse, puesto que otros zombis podrían venir rápidamente, el viejo se vuelve hacia el enorme remolque del camión y lo mira como un niño a un regalo envuelto en papel brillante.
- No habrá podridos ahí dentro, ¿no? -le pregunto. Se vuelve a reír antes de responder.
- No lo creo, pero enseguida lo sabremos.
Saca una llave del bolsillo y abre el candado que cierra las puertas traseras del tráiler. Desde fuera, lo único que se ve son una pila de cajas y lo que parece una gran jaula. Por un momento temo que pretenda encerrarme ahí, pero él no parece prestarme mucha atención ahora mismo, está encaramado al remolque y se impulsa para subir.
- Vamos, muchacho, necesito tu ayuda para sacar mis cosas de aquí.
- ¿Qué tienes ahí escondido? -digo desde abajo.
- Lo sabrás enseguida -responde, sonriendo-. Tranquilo, no es nada peligroso.
Todavía un poco desconfiado, subo al tráiler y me pongo a su lado. Aquí dentro huele a polvo y a cerrado y está lleno de jaulas medio desmontadas y sacos llenos, aunque no se de qué. El viejo se adelanta rápidamente entre las jaulas y se para ante una lona que parece cubrir un trasto grande e irregular. Con un gesto dramático y teatral, tira de la lona y la aparta para dejar al descubierto su tesoro. Es algo que he visto antes, pero no recuerdo dónde: un montón de bidones de acero inoxidable, embudos y tubos de goma.
- ¿Se puede saber qué es eso?
El viejo, nuevamente, vuelve a reír.
- ¿No lo sabes, muchacho? ¡Es una fábrica de cerveza!
- ¿Qué?
- Mi propia fábrica de cerveza, de hecho.
- ¿Tuya? ¿Quieres decir que este camión también es tuyo?
- No, el camión pertenecía al circo, pero la destilería es mía.
- ¿Trabajabas tú en el circo?
- Así es. Cuidaba de los animales.
- Ya veo. Entonces, la mula y el mono...
- Sí, fueron los únicos a los que pude salvar.
Su voz baja un poco, y parte de la alegría que lo embargaba hace un momento parece desvanecerse.
- Lo siento -digo, aunque no creo que vaya a servir de mucho.
Después de unos segundos de silencio, el viejo sacude la cabeza.
- Venga, ayúdame a cargarlo todo. Los sacos también, están llenos de cebada.
- Espera, espera -levanto las manos-. ¿Hemos venido aquí, pasando entre todos esos zombis, a buscar tu destilería de cerveza?
- Exacto.
- Estás como una cabra, ¿lo sabías?

Tardamos menos de lo que creía en cargar todos los aparatos y sacos de cebada en la parte trasera de la camioneta. Hamlet nos mira con curiosidad mientras llevamos las cosas de un lado a otro, sorteando a los zombis inmóviles en el suelo. Siento un poco de lástima por el viejo, probablemente muchos de los que hemos matado fueron compañeros suyos. Una vez hemos acabado, él se sube en la camioneta, pero no hay espacio para Hamlet o para mí en la parte trasera. Entonces el viejo baja la ventanilla del conductor y saca algo por ella: es mi mochila.
- Toma muchacho, te devuelvo tus cosas -dice, y la suelta antes de que me de tiempo a cogerla-. Está todo menos tu arma -añade mientras la recojo del suelo.
- ¿Qué pasa, no tienes suficientes pistolas? -respondo bastante molesto.
- No puedo darte la espalda si estás armado.
- Entonces tal vez tenga que volver al bosque y recuperarla.
- Más te vale no volver a pisar mi bosque -dice muy serio-. Te agradezco lo que has hecho por mí, y por eso te dejo con vida, pero no quiero volver a verte.
Tampoco yo, pienso, pero prefiero no decir nada.
- Adiós entonces -añade finalmente-. Ten más cuidado en adelante, o acabarás muerto.
Me hace un gesto de despedida con la mano, sube la ventanilla y arranca la camioneta. Hamlet le ladra y lo persigue unos metros, aunque enseguida se cansa y vuelve a mi lado. La camioneta acaba desapareciendo en el camino del parque y nos quedamos solos de nuevo. Al menos he perdido de vista a ese viejo perturbado.

Miro a nuestro alrededor, a este absurdo circo de los horrores que nos rodea, mientras trato de decidir cuál será mi próximo paso. Tal vez sea más fácil sobrevivir en la ciudad que en el bosque después de todo. Por el momento quizá pueda encontrar algo útil por aquí, así que decido explorar un poco. Después de todo lo que ha ocurrido, mi único alimento ha sido la carne seca que me ha dado el viejo. Todavía estoy hambriento.

El primer lugar donde decido buscar es en las caravanas de los artistas del circo. Comida, herramientas, cualquier cosa que pueda ayudarme, tal vez incluso una nueva arma para sustituir la que se ha quedado el viejo o una caravana suficientemente segura como para descansar un rato y recuperarme del todo de mis heridas. Sin embargo, los ladridos de Hamlet llaman mi atención y me desvían de mi ruta. Está ladrándole a un podrido vestido de blanco que se acerca a él, así que me apresuro para protegerlo. Cuando me fijo mejor en el zombi, me doy cuenta de que la vestimenta que lleva me resulta familiar. Mono blanco, como de plástico, aunque lo lleva rasgado y ensangrentado en la zona del cuello, y cubriéndole la cara, una máscara antigás.